Éste debe ser un momento de transformación
El obispo de San Diego, Robert W. McElroy, pronunció la siguiente homilía durante una misa especial con la comunidad católica afroamericana en la Iglesia de la Inmaculada el 7 de junio de 2020. La Misa fue para orar con esa comunidad, después del asesinato de George Floyd y las protestas masivas que siguieron.
La fiesta de hoy de la Santísima Trinidad proporciona un poderoso telón de fondo a los terribles acontecimientos que han conducido al asesinato de George Floyd y que se han derivado de él. Porque en la identidad y las acciones del Padre, el Hijo y el Espíritu encontramos la carta de navegación de cómo nosotros, como personas de fe, debemos afrontar este momento de injusticia y odio racial, este momento de ira, desesperación y esperanza.
El hermoso acto del Padre en la creación nos presenta el fundamento de todas las verdades que importan sobre los prejuicios raciales y la unidad de la familia humana. Es el don de la creación en el que encontramos la raíz de todas las bendiciones que conocemos en nuestras vidas en esta tierra. Y es en la decisión deliberada del Padre de crear a la persona humana a imagen y semejanza de Dios donde vemos el mandato eterno de que debemos reconocer en toda persona que conozcamos a un hijo o hija de Dios en pie de igualdad. No hay hijos de un dios menor en esta tierra. Todos somos iguales en la familia humana que sólo Dios ha hecho una.
La doctrina del pecado original nos enseña que el pecado entró en el mundo no por acción divina, sino por un fallo humano. Y la actualidad del pecado original que nos agobia desde nuestro primer aliento radica en el hecho de que nacemos en un mundo en el que el hermoso diseño de amor y bendiciones de Dios ha sido deformado por estructuras que no sólo no hablan de Dios, sino que nos alejan directamente de Dios: desigualdades económicas grotescas, guerra y violencia institucionalizada, destrucción de la vida en el vientre materno y devastación del medio ambiente.
Pero de todos los elementos del pecado original que pesan sobre nuestra humanidad, los prejuicios raciales, étnicos y culturales son los más odiosos e incesantes. Es un amargo misterio del alma humana por qué encontramos satisfacción en despreciar, aislar y vilipendiar a los demás por el color de su piel o su origen nacional. Y es particularmente vil que erijamos vallas alrededor de grupos raciales y étnicos en el fondo de nuestras almas, negándonos tan a menudo incluso a reconocer la pecaminosidad del prejuicio que nos acecha, ya sea ese prejuicio manifiesto o sutil, hablado o actuado.
El acto de la creación es generoso y expansivo. Transmite a cada persona el derecho a los bienes de este mundo, a la igualdad de derechos en dignidad y sociedad, y a todas las dimensiones de la justicia. Dios Padre llora por nuestro continuo rechazo a llevar esta misma gracia a nuestras relaciones con los demás. Dios se aflige porque las estructuras del racismo y la desigualdad están arraigadas en nuestra manera de pensar, en nuestros supuestos culturales, en nuestras pautas de residencia, amistad y culto. Al dar gracias a Dios Padre en este día por la belleza del orden creado, debemos afrontar la disyunción entre las intenciones del Padre para nuestro mundo y las realidades sociales que hemos creado con nuestra venganza, egoísmo y orgullo. Debemos reconocer nuestro pecado y enmendarnos.
Si nuestra contemplación de la gloria del Padre revela nuestra continua infidelidad al plan de Dios al permitir que el racismo florezca en nuestros corazones y en nuestro mundo, nuestra cercanía al Hijo sitúa el sufrimiento humano nacido del racismo en el centro de nuestra oración y acción en este día.
Dios amó tanto al mundo que envió a su Hijo único entre nosotros para enseñarnos a vivir y transmitirnos que el amor de Dios no tiene reservas. El signo incomparable de ese amor es la cruz de Jesucristo. Dios podría haber redimido al mundo sin necesidad de que su Hijo muriera en la cruz. Abrazó la cruz como signo de expiación por nuestros pecados y como testimonio de la verdad fundamental de nuestra fe: cuando nosotros o alguien a quien amamos sufre profundamente en esta vida, nos dirigimos a un Dios no de distancia y abstracción, sino a un Dios que conoce íntimamente lo que es el sufrimiento físico, emocional y espiritual porque los soportó todos en su pasión y crucifixión.
Por esta razón, la cruz es el símbolo central de nuestra fe cristiana: un testimonio punzante de la realidad de que Dios está con nosotros en nuestro sufrimiento y de que Dios exige que trabajemos para poner fin al sufrimiento de los demás, impuesto por nuestras propias acciones o por las de nuestra sociedad.
En este momento, debemos enfrentarnos a la realidad de que, desde que los primeros hombres negros fueron llevados a la fuerza a Virginia para trabajar en régimen de servidumbre, la comunidad afroamericana de Estados Unidos ha sido colgada de la cruz de una manera sistemática única, sólo igualada por el trato que nuestro país dispensa a los nativos americanos.
Este tiempo de la cruz no terminó con la emancipación. No terminó con las Enmiendas Decimocuarta y Decimoquinta que pretendían traer la igualdad en dignidad y derechos. El vía crucis de la comunidad afroamericana no terminó con el movimiento por los derechos civiles ni con la elección de un presidente negro.
Este viacrucis continúa en los legados interconectados de la esclavitud y los prejuicios raciales que han producido barreras económicas y sociales para el progreso de la comunidad afroamericana en todos los sectores de nuestra vida nacional. Continúa en la segregación residencial que magnifica las desigualdades en educación y oportunidades. Este tiempo en la cruz ha sido rampante en este tiempo de COVID, ya que los afroamericanos se vieron obligados a soportar mayores cargas de exposición y riesgo para mantener viva nuestra sociedad durante estos días de encierro. Y este vía crucis sigue encarnándose en el miedo atroz de cada madre y padre negros, de cada esposa y esposo, a que su hijo o hija o cónyuge pueda ser la próxima víctima de la violencia policial arraigada en prejuicios raciales, insensibilidad, indiferencia o animadversión.
Si nuestro amor por Jesucristo, colgado de la cruz, ha de tener sentido para nosotros como personas de fe, debe obligarnos a movernos de forma drástica e incesante para poner fin al sufrimiento institucionalizado que la comunidad afroamericana ha soportado a lo largo de toda nuestra historia como pueblo. No podemos limitarnos a pasar en silencio, como hizo la multitud mientras crucificaban a nuestro Señor.
En este Domingo de la Trinidad, recordamos que el Padre nos entrega el plan amoroso de Dios para la historia humana y la solidaridad. El Hijo nos acompaña en nuestro propio sufrimiento y nos exige que acompañemos a los demás en sus días de agonía. Pero es el Espíritu quien nos infunde aliento como discípulos y como comunidad de fe para renovar la faz de la tierra.
Este momento de la larga crucifixión de la comunidad afroamericana en nuestra nación no debe ser un mero interludio, sino un momento de transformación. Debe ser un momento de transformación. Cuando el Espíritu de Dios descendió sobre los Apóstoles en Pentecostés, estaban tímidos, perdidos y temerosos. Pero con el Espíritu en medio de ellos, transformaron el mundo entero.
Debemos hacer lo mismo ahora. Las voces de los jóvenes que se unen para exigir un cambio sustancial y estructural son un inmenso signo de esperanza. La propia comunidad afroamericana -que habla con un poder y una elocuencia que están penetrando en nuestra sordera y dureza de corazón- es un signo de esperanza. El reconocimiento de que sólo bastará un esfuerzo sostenido e integrado para lograr el cambio estructural y la reforma, son signos de esperanza y de la presencia del Espíritu en los acontecimientos de estos días.
Nosotros, en la Comunidad Católica, debemos aprovechar este momento como transformador y duradero. Debemos utilizar nuestros programas educativos y formativos para llevar a nuestros hijos la belleza del don de Dios de la igualdad en la creación. Debemos examinar las formas en que contribuimos al sufrimiento de los trabajadores y padres afroamericanos, estudiantes y ancianos, los desposeídos y los que sufren por la forma en que vivimos y actuamos y gastamos y votamos. Debemos movernos deliberadamente para apoyar reformas profundas en la aplicación de la ley para que la verdadera justicia, protección y servicio se encuentren en el corazón de las culturas policiales en nuestra tierra. Y en este Domingo de la Trinidad, no debemos encontrar en el Padre, el Hijo y el Espíritu una mera fuente de satisfacción y complacencia, sino también encontrar en la Trinidad al Dios de la urgencia, del sufrimiento, de la solidaridad y de la renovación que nos obliga a actuar.