Nuestra misión no debe ser de recuperación, sino de transformación
El Obispo Robert McElroy pronunció esta homilía en la ordenación del Obispo Ramón Bejarano como Obispo Auxiliar de San Diego el 14 de julio de 2020, en la Iglesia de La Inmaculada.
La segunda lectura que escogiste para tu ordenación como obispo viene de la Carta a Timoteo, quien fue el Obispo de Éfeso. San Pablo tenía como 65 años cuando la escribió y con ella trataba de animar al joven obispo, Timoteo. En ella Pablo habla del gozo que ve en la constante fe y servicio de Timoteo, de la gratitud que él le ofrece a la familia de Timoteo por haberlo criado tan cerca a Cristo, y exhorta a Timoteo a predicar la Palabra sin cesar.
Ramón, hoy me encuentro como un obispo de la misma edad que Pablo tenía en aquel entonces, dirigiéndome a un joven obispo a quien tendré el privilegio de ordenar al episcopado. Lo que siento hace eco exactamente al mensaje de Pablo.
Me dan inmenso gozo la fe y el amor pastoral que han caracterizado tu sacerdocio, y el hecho que nos ayudarás a guiar nuestra Iglesia local al enfrentar el futuro.
Le doy gracias a tu madre y a tu padre por todos los sacrificios que han hecho por ti a través de tu vida, y a toda tu familia por nutrirte con amor.
Y te insto a que sigas siempre la exhortación de Pablo: Predica el Evangelio en temporada y fuera, para que las mujeres y los hombres puedan ser llevados a encontrarse con Cristo en la vida de la Iglesia.
El día que se anunció tu asignación, Ramón, visitamos al Obispo Gilberto Chávez cuando se acercaba a la muerte. Cuando le dije que tú habías sido nombrado Obispo Auxiliar de San Diego, sus ojos se iluminaron y te otorgó una hermosa bendición para tu nuevo ministerio. Esa bendición fue un símbolo de la bendición de toda la comunidad hispana por tu misión. Y fue un símbolo del alegre reconocimiento de que una vez más tenemos un obispo hispano entre nosotros.
El tema del Buen Pastor ocupa un lugar central en el Evangelio de hoy. No hay imagen más cautivadora en todos los Evangelios, tan exigente en su entrega total al bien del pueblo de Dios, tan humana en su expresión de un cuidado que es permanente, nutritivo y protector, tan individual en su expresión del amor divino como el cuidado del Padre que nos ha conocido desde el primer momento en el vientre de nuestra madre y nos amará hasta el final de los tiempos.
Tú, Ramón, en tu sacerdocio, has amado como un pastor, proclamando con celo evangélico el Evangelio de Jesucristo en toda su intensidad y plenitud, y envolviendo ese anuncio en el tierno amor íntimo que impregnó la enseñanza del mismo Cristo. Os habéis tomado muy a pecho la convicción pastoral de que la misericordia es el primer atributo de Dios en su relación con la humanidad, y os habéis esforzado por transformar vuestras parroquias en hospitales de campaña espirituales abiertos a todos. Es precisamente esta orientación pastoral, que ha estado en el corazón de la historia de nuestra Iglesia local y en el corazón de vuestra vida sacerdotal, la que me da la mayor alegría al ordenaros hoy al episcopado.
La Diócesis de San Diego sigue siendo una Iglesia de inmigrantes, que siempre ha extraído su fuerza e identidad de las oleadas de hombres y mujeres que han llegado a este lugar buscando construir una nueva vida. Desde los inmigrantes de América Latina que llegaron en los primeros días de nuestra comunidad católica a los europeos que viajaban hacia el oeste en las caravanas, a los hombres y mujeres militares cuyo servicio a nuestra nación les llevó a convertirse en sandieguinos, a los trabajadores que han venido al norte para trabajar en el rico Valle Imperial, somos una Iglesia profundamente formada por la experiencia inmigrante y la necesidad de construir un sentido permanente de solidaridad dentro de la Iglesia.
Esta búsqueda de solidaridad se ve amplificada por la inmigración contemporánea procedente de Asia, África y América Latina, al tiempo que se ve desafiada por la continua necesidad de que la comunidad católica y la sociedad en su conjunto luchen contra nuestra historia de racismo contra las comunidades nativa americana y afroamericana.
La trayectoria de tu vida, Ramón, naciendo en Texas, regresando a Chihuahua a la edad de un año, llegando a California a los dieciocho, trabajando en los campos de tomate del Valle Central, experimentando el amor nutricio de la familia en cada momento - ha grabado en tu corazón y en tu alma la esencia de la experiencia del inmigrante y te hará un colaborador y arquitecto esencial en la construcción de la solidaridad evangélica en nuestra Iglesia local. Y tu sed de justicia en un mundo lleno de injusticias, especialmente para los inmigrantes, enciende la doctrina social de la Iglesia y la renovación de nuestro mundo para alinearlo con los imperativos del Evangelio. Necesitamos ese fuego, esa perspicacia, esa dedicación para construir una Iglesia de unidad y diversidad en Cristo.
En la primera lectura del libro del Génesis, Abraham es llamado a dejar todo lo que ha conocido y a partir para cumplir la misión de Dios. No se aferra a la seguridad, sino que confía totalmente en el Señor.
Ahora tú, Ramón, has recibido esta misma llamada a dejar atrás la seguridad y la familiaridad para servir a nuestra Iglesia local. Como Abraham, debes comenzar de nuevo en una nueva tierra, un nuevo presbiterio, una nueva comunidad de fe, una nueva misión. Y a lo largo de estos largos y difíciles meses de espera, nunca habéis vacilado en vuestra respuesta a la llamada de Dios. No habéis confiado en la seguridad de todo lo que habéis conocido y sido, sino en el Señor.
Al ordenarte obispo en este día, nos encontramos en un momento de crisis social. La pandemia nos ha desgastado y nos ha hecho temer por el camino a seguir. Nuestras hermanas y hermanos del condado de Imperial se enfrentan a un inmenso sufrimiento al verse sumidos de nuevo en la agonía de la suspensión de la vida pública. La agitación racial desgarra nuestra nación y exige que nos enfrentemos a nuestra larga historia de prejuicios raciales y étnicos.
Sería un error que nosotros, como Iglesia local, viéramos estos desafíos como temporales, o como limitados en sus implicaciones para la vida de la Iglesia en San Diego.
La pandemia ha transformado el paisaje de nuestra vida eclesial de un modo que cambiará permanentemente la naturaleza de la acción pastoral y la evangelización. Los modelos de vida parroquial que han sostenido la comunidad y el anuncio del Evangelio durante décadas se han visto quebrados por el aislamiento de estos meses y la atomización de toda la vida social a la que hemos asistido. Existe un gran peligro de que esa pandemia esté creando una cultura de mayor desvinculación dentro de la vida de la Iglesia que persistirá mucho después de que se encuentre una vacuna.
Las cuestiones de raza y nacionalidad, los derechos de los inmigrantes y el imperativo de auténtica solidaridad en la sociedad y en nuestra Iglesia que han aflorado en estos últimos meses son también un punto de inflexión, no un episodio. Nos encontramos en medio de una profunda renovación social, en la que el significado de la igualdad en nuestra nación está en estos días cambiando irrevocablemente para mejor.
Por último, y más profundamente, la pandemia ha destruido nuestros sentimientos individuales y colectivos de seguridad a todos los niveles: salud personal, seguridad financiera, seguridad y relaciones. Nos hemos enfrentado cara a cara con la realidad existencial de que no tenemos el control y de que la seguridad que habíamos atesorado y presumido es una ilusión.
Debido a estas tres rupturas -la interrupción de la vida eclesial, el reconocimiento abrumador de que no vivimos en una sociedad de auténtica solidaridad, y el asalto devastador que la pandemia ha infligido a nuestro falso sentido y fuentes de seguridad- la misión pastoral de la Diócesis de San Diego en los próximos meses y años no debe ser de recuperación, sino de transformación.
Una hoja de ruta para esta transformación se encuentra en la teología y la experiencia pastoral de la Iglesia en América Latina encarnada en el documento de Aparecida y las enseñanzas del Papa Francisco. Es la Iglesia de América Latina la que ha formado a las oleadas de inmigrantes que constituyen la mayoría de nuestra Iglesia local. Es la Iglesia de América Latina la que formó al obispo que será ordenado este día. Y es la Iglesia de América Latina la que ha producido la teología más fecunda y dinámica para cumplir con el mandato de Jesucristo en el siglo XXI.
El fundamento para luchar contra el desentendimiento de la vida de la Iglesia en un mundo postcovídeo reside en las palabras de la conferencia de Aparecida:
"Lo que hace falta es confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio enraizada en nuestra historia, a partir de un encuentro personal y comunitario con Jesucristo que suscite discípulos y misioneros."
En otras palabras, el discipulado exige misión y sólo surge del encuentro con Cristo. La experiencia de una pandemia ha hecho que esto sea más cierto, no menos.
Debemos replantearnos nuestra vida pastoral y nuestra proyección a la luz de este primer principio. Debemos aprovechar los nuevos instrumentos de evangelización que hemos descubierto en estos días y reexaminar cada supuesto fundamental de nuestra proyección pastoral para aportar a nuestra comunidad de fe las bases de un encuentro personal íntimo con Jesucristo. Durante estos meses de Covid, he sido testigo de una increíble creatividad pastoral por parte de nuestros sacerdotes, personal parroquial y líderes laicos, que se ha centrado en el diseño de un nuevo y más personalizado alcance en el nombre de Jesucristo. Ahora debemos aprovechar esa creatividad y dirigirla hacia nuestra llamada permanente a crear discípulos que sean verdaderamente misioneros en un mundo cambiado. Debemos encendernos.
Al enfrentarnos a las divisiones raciales, étnicas y de clase que han envuelto a nuestra nación y afligen a nuestra Iglesia, podemos encontrar orientación en el concepto central que guió a Aparecida en la cuestión de la solidaridad: El concepto de exclusión. La Iglesia latinoamericana reconoció que el término teológico histórico de marginación no captaba la totalidad de la experiencia de alienación dentro de la Iglesia y la sociedad. Los ataques a la solidaridad no sólo sitúan a las personas al margen de la sociedad y de la Iglesia, sino que las excluyen por completo de una participación significativa. La exclusión es una realidad en la que confluyen cuestiones de raza, clase y poder. Si queremos construir una verdadera solidaridad dentro de la comunidad de la Iglesia y de nuestra nación, debemos reconocer la pecaminosidad que yace en todas las estructuras y acciones de exclusión y exclusividad. Al desterrar ese pecado, avanzamos hacia la justicia y nos curamos a nosotros mismos.
Finalmente, en este momento Covid, nuestras ilusiones de seguridad se han hecho añicos. Nos vemos obligados a preguntarnos como creyentes: ¿Cómo he concebido la seguridad en mi vida? En estos meses se han hecho añicos sueños, se han dañado relaciones, se han destruido carreras y negocios. No hay trabajo más importante para la Iglesia en los próximos meses que consolar a los que han sido quebrantados y llevar a nuestro mundo la comprensión de que Dios proporciona el único fundamento duradero para el viaje de la vida en esta tierra. En palabras de Aparecida, "Los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad en la orilla y se entusiasman con la misión de comunicar la vida a los demás." Como personas de fe, todos debemos sentirnos cómodos dejando la seguridad en la orilla, en lugar de intentar crearla a través del prisma de las normas culturales que nos asfixian a nosotros y a nuestro mundo.
Hoy, Ramón, dejas la seguridad en la orilla. Vienes entre nosotros como un pastor amoroso, un hombre de fe sostenida, y un obispo inmigrante en una Iglesia inmigrante. Por eso, nos alegramos.